miércoles, 8 de febrero de 2017

SOLO FE

LA FE
Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia. Génesis 15:6 (RVR1960)
El insolente no tiene el alma recta, pero el justo vivirá por su fe. Habacuc 2:4 (NVI)
He aquí que aquel cuya alma no es recta, se enorgullece; mas el justo por su fe vivirá. Hb 2:4 (RVR1960)


La fe declara la total incapacidad humana y el absoluto poder de Dios. Es, la fe, el escenario de las capacidades humana y divina. Una humillante, la otra gloriosa. 
El apóstol Pablo encara la fe y las obras. 
Presenta la fe como “abandonarse a Dios”, un decirle “sí, acepto tus condiciones”, confrontado con “las obras humanas”.
Desde la perspectiva de la fe, Dios hace todo. Absolutamente todo. En ella, “las obras” son inútiles para lograr algo ante Dios. Ante el hombre y para él, son motivo de orgullo.
Querer “ganarse el favor de Dios”, con las obras, coloca al hombre como quien adquiere méritos para estar delante de él, lo cual contradice a La Escritura, que afirma su santidad, la cual imposibilita al hombre para estar delante de su presencia. 
Las obras, vistas así, carecen de todo valor, de cualquier valor, son nada tanto por su origen como por su naturaleza: humanas y pecaminosas.
Con respecto a su naturaleza, son como banderas en la boca del hombre, alarde colorido y exaltado del orgullo y poder humanos. 
En términos de la RVR60, son para “gloriarse”, darse o atribuirse gloria, hacer alarde, presumir… y en palabras del pueblo sería “darse coba”, “hincarse de orgullo”, “creerse la gran cosa”, “agrandarse”, “ser altivo”… 
A alguien así, Dios lo abate. A quien es lo contrario, humilde, Dios lo exalta, “lo hace sentar con los príncipes de su pueblo”. 
Dios es humilde, comprobado en Cristo, a lo largo de toda su vida. Los altivos rechazan a los humildes, los menosprecian. De allí su negación a adorar a Dios. 
Habacuc es claro al mostrar el contraste entre fe y orgullo. La fe da vida y el orgullo muerte. 
Añadamos una similitud entre la fe y las obras. En esencia parecen lo mismo, pues “las obras” dan fruto de nada, son vacías, sostenidas sólo por su estructura de orgullo y su final, la nada, muerte. 
La fe también es nada. A diferencia de la estructura que sostiene a “las obras”, sus bases, columnas y estructura son espirituales, y por ello “nada” del hombre, y “todo” de Dios. 
Podemos hablar de “las obras de la carne” (el orgullo, alarde y altivez humanos y de “las obras de la fe”. 
Ambas son “nada” en el campo humano. Su final es su fruto, y marca la diferencia. Las de la carne terminan en muerte y las de la fe en vida. 
«Las obras de la fe» son nada por su naturaleza divina. Son todo en Dios y nada para el hombre, desde el hombre y por el hombre. Dios hace todo. 
«Las obras de la fe» son del tamaño, las dimensiones, la envergadura, categorías divinas de lo imposible para el humano, y sólo Dios las puede completar. 
«Las obras de la fe» escapan de las dimensiones humanas, no se ajustan a ninguna categoría dimensional histórica, espacial o temporal. Pertenecen a la dimensión eterna, de proceden, de Dios. 
«Las obras de la fe» rebasan todo límite humano. Caen en la esfera de lo imposible. Porque la fe es inasible, ahistórica, atemporal, adimensional, no material. 
«Las obras de la fe» son eminentemente eternas, espirituales, divinas, no humanas, de naturaleza divina, del dominio del Eterno Dios. Pertenecen a su dominio, tanto como las históricas, materiales, temporales y…
«Las obras de la fe» no son “de la carne”, sino de Dios y de naturaleza del Espíritu Santo y sólo de él, quien la engendra, sustenta, alimenta, nutre, hace crecer y vigoriza. 
«Las obras de la fe» no son obras. No son nada. Sólo son confianza, abandono del humano en «los brazos» de Dios, en su palabra, a lo que dijo y uno le creyó. 
«Las obras de la fe» tienen una estructura eterna. Son hechas antes del tiempo, antes de la historia, le preceden, anteceden y son posteriores a ella desde la eternidad. Dios preparó buenas obras de antemano para que anduviésemos en ellas, dice el apóstol Pablo. 
«Las obras de la fe» pertenecen tanto al pasado como al futuro; rebasan y trascienden todo lo histórico, son de un marco atemporal y ahistórico. Son del dominio de Dios tanto en la historia, tangible, como lo imaginario e intencional, no tangible, en el campo del deseo puesto por Dios y realizado por él por medio del creyente.
«Las obras de la fe» son de Dios, iniciadas por él, desarrolladas por él, concluidas por él. 
Dios las concibe, planea, da a luz, lleva a cabo, las hace progresar y lleva a su fin y al fruto que le dan gloria sólo a él
«Las obras de la fe» no le dan jamás gloria al hombre. Son obras de Dios y le dan gloria sólo a él, jamás al hombre. Dios no comparte su gloria con el ser humano. 
«Las obras de la fe» le dan gloria a Dios, glorifican su nombre. Y el pueblo formado por él es un pueblo nacido de la fe, dado a luz en la fe, crece en la fe y en la fe se desenvuelve para darle, con su fe, la gloria debida a su nombre, y ninguna gloria al ser humano. 
«Las obras de la fe» son del Espíritu Santo, y no pertenecen a categoría filosófica humana. En todo caso exponen a la vista lo corrupto del ser humano y lo glorioso de Dios. 
«Las obras de la fe» externan, hacen evidente quién es Dios, y quién el ser humano. Éste jamás podrá igualar, ni en lo mínimo, la naturaleza espiritual de la fe. Sólo puede ser receptor de la fe como don de Dios, pero no puede engendrarla. 
«Las obras de la fe» nacieron en la eternidad y se manifiestan en la historia. Se vuelven, por intención y plan divino, y obra divina, inherentes a quien Dios eligió para ser de su pueblo. 
«Las obras de la fe» son dadas por Dios, de manera soberana, a quien él decidió dárselas. Nadie puede pedirlas, porque son de otra dimensión. Ni siquiera son antitéticas al ser humano. Lo antitético es la de la misma naturaleza que contradice. Y la fe no pertenece a categoría humana, por eso no es antitética. Es de otra dimensión, categoría y naturaleza. 
«Las obras de la fe» de la fe son don de Dios. Por eso nadie habrá de gloriarse, ni de sustentar orgullo alguno delante de Dios, porque le fue dada (la fe) por gracia, sin mérito alguno. 
NATURALEZA DE LA FE
Es ahistórica, no étnica, y no tiene limitantes domésticos, fronterizos, regionales, ideológicos o culturales. 
 Ver la fe desde el A.T., en su nacimiento con Abraham y su enfoque multiétnico, nos hace desembocar en el futuro con el Señor Jesús, los apóstoles y Pablo. 
Con y en el Señor Jesús vemos el cumplimiento de la promesa dada a Abraham. En los discípulos vemos su confirmación en desarrollo gradual, creciente y extensivo, y con Pablo el inicio de la culminación de la promesa hecha a Abraham, con el evangelio llegando a las etnias. 
La fe y su cumplimiento son parte del conflicto del nacimiento del cristianismo, atribuido a Pablo por algunos. Afirmar que Pablo es el creador del cristianismo hace a un lado un hilo de fe manifestada a lo largo de los siglos, pues la fe es un hilo conductor de personas, clanes y pueblos para ver en ellos realizado el plan de Dios. 
Pablo no es el creador del cristianismo, sino un eslabón en la cadena de la fe. Como tal, le da seguimiento a la soga que une a los creyentes hijos de Abraham. 
Sus epístolas no son tanto el fundamento de la fe, ni los cimientos del cristianismo, como sí la evidencia de la confirmación de Dios de llegar a cumplir la promesa de una fe multinacional, multiétnica en los descendientes de Abraham. 
Para cumplir la promesa hecha a Abraham, de ser padre de naciones, padre multiétnico, era necesario llevar la fe a los gentiles. Eso requería anunciarles el evangelio de Cristo, descendente de Abraham. Al mismo tiempo era necesario fundamentar una explicación doctrinal de quién es Cristo, el evangelio, la fe y el cumplimiento. 
Para eso se escribieron las epístolas, para que el mundo gentil comprendiera el evangelio, la fe, quién es Cristo, y cómo ser parte de los planes de Dios y la culminación cósmica de ellos. 
Por ello, «las obras de la fe» han de ser vistas como parte inherente en las mismas Escrituras, y sin duda alguna en los escritos paulinos.
«Las obras de la fe» tienen el mismo valor hoy día para la iglesia del Señor en todo rincón del planeta tierra. 

CONTINUARÁ

lunes, 6 de febrero de 2017

ACTAS Y HECHOS DEL DOCTOR MARTÍN LUTERO, EN LA DIETA DE WORMS*

EN EL NOMBRE DE JESÚS. 1521. ACTAS Y HECHOS DEL DOCTOR MARTÍN LUTERO, EN LA DIETA DE WORMS*

El día martes después del domingo Misericordias Domini del año del Señor, 15211 entró en Worms el doctor Martín Lutero d ela orden agustiniana, llamado por el Emperador Carlos V, Rey de España, Archiduque de Austria, etcétera, quien el el primer año de su impero celebraba la primera dieta den esta ciudad libre. Hacía tres años, el doctor Martín había publicado en Wittemberg, ciudad de Sajonia, para una disputación algunas tesis contra la tiranía del obispo de Roma, las que en el ínterin fueron destruidas y quemadas por muchos, sin ser refutadas por nadie ni con pasajes de las Escrituras ni mediante razonamientos. El asunto empezó a desembocar en un tumulto, puesto que el pueblo defendía la causa del Evangelio contra los clérigos. Debido a ello y a causa de la instigación por parte de los legados romanos, pareció conveniente citarlo por medio del heraldo imperial y con letras de salvoconducto extendidas para este fin por el Emperador y los príncipes. Lo llamaron. Llegó y se hospedó en la casa de los caballeros de Rodas,2 donde lo recibieron hospitalariamente y lo saludaron hasta altas horas de la noche y lo visitaron muchos condes, barones, caballeros distinguidos nobles, sacerdotes y laicos. 
El día después de la llegada, el miércoles,3 antes de la hora de comer, vino Ulrico Von Pappenheim —hombre noble y mariscal del imperio— mandado por el Emperador, y le mostró al doctor Martín una orden de Carlos de presentarse a las cuatro de la tarde ante Su Majestad Imperial, los príncipes electores, los duques y los demás “estados del Imperio” para una audiencia referente al asunto por el cual había venido. Como correspondía, el doctor Martín acató la orden con prontitud. 
E inmediatamente después de tocar las cuatro de aquel día, vino don Ulrico von Pappenheim y Gaspar Sturn, heraldo imperial para Alemania, quien como “rey de armas” había llamado al doctor Martín de Wittemberg y lo había conducido a Worms. Estos dos señores lo invitaron y lo acompañaron a través de la huerta de la casa de los caballeros de Rodas a la casa del conde Palatino. Y para que no fuera molestado por la multitud, que era numerosa en el camino acostumbrado hacia el palacio del Emperador, llegó casi furtivamente por alguna escalera a la sala de audiencias. Empero, esto no escapó a la atención de muchos que casi por la fuerza se les impedía entrar. Y con el afán de mirar, la mayoría subió a los techos de las casitas. 
Pero cuando el doctor Martín estaba en presencia de la Majestad Imperial, de los príncipes electores, de los duques, en fin, de todos los estados del Imperio que en aquel entonces acompañaban al Emperador, Ulrico von Pappenheim lo exhortó para que no hablase nada sin ser preguntado. 
Entonces Juan Eck, orador de la Majestad Imperial, oficial mayor del obispo de Tréveris, pronunció primero en latín y después en alemán la misma alocución, como sigue: 

La Majestad Imperial te ha citado aquí, Martín Lutero, por estas dos causas: primero, para que reconozcas públicamente en este lugar si soy tuyos los libros divulgados hasta ahora bajo tu nombre; segundo, una vez que los hayas reconocido, si quieres que todos sean considerados tuyos o si deseas revocar algo de ellos. 

En este momento el doctor Jerónimo Schurff,4 suizo de San Gall, que estaba al lado de Martín exclamó: “Que se lean los títulos”. Entonces el oficial de Tréveris recitó nominalmente de los libros del doctor Martín aquellos que al mismo tiempo se habían publicado en Basilea. Entre ellos se enumeraron también los Comentarios a los Salmos, el tratado de Las Buenas Obras, el Comentario al Padrenuestro y fuera de ellos algunos folletos cristianos, no contenciosos. 
Después de esto y en relación con ello el doctor Martín dio la siguiente contestación en alemán y latín: 

La Majestad Imperial me propone dos preguntas: primero, si quiero que todos los libros que llevan mi nombre se consideren como míos; segundo, si tengo la intención de mantener su contenido o de revocar en efecto algo de lo que hasta ahora he publicado. A estas dos preguntas responderé breve y rectamente, según pueda, primero, no puedo dejar de incluir entre los míos los libros ya nominados, ni jamás negaré algo de ellos. En cuanto a la próxima cuestión, si mantengo por igual todo o si revoco lo que se considere dicho sin un testimonio de las Escrituras, se trata de un asunto de la fe y de la salvación de las almas y concierne a la Palabra Divina. No hay nada más sublime tanto en el cielo como en la tierra y con razón todos debemos venerarla. Por ello, sería temerario y a la vez peligroso afirmar algo que no estuviese bien pensado. Sin meditación previa podría aseverar menos de lo que al asunto demanda, como asimismo más de lo que a la verdad corresponde. En ambos casos yo caería bajo la sentencia enunciada por Cristo, cuando dijo:5 “A cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos”. Por esta razón, ruego y suplico a Vuestra Majestad que se me conceda tiempo para reflexionar, a fin de que en la interrogación pueda contestar satisfactoriamente sin incurrir en una ofensa a la Palabra Divina y sin caer en un peligro para mi alma. 

A raíz de esta declaración comenzó una deliberación entre los príncipes de cuyo resultado dio cuenta el oficial de tréveris de la siguiente manera:

Martín, aunque por la orden imperial hubieses podido comprender suficientemente para qué te han citado y por esta causa no mereces que se te dé más tiempo para pensar, no obstante la Majestad Imperial, por clemencia innata te concede un día para meditar, con el fin de que mañana a la misma hora comparezcas ante él bajo la condición de que no presentes tu declaración por escrito, sino que la expongas oralmente. 

Luego el heraldo volvió a conducir al doctor Martín a su albergue. En esta oportunidad no se pudo evitar que en el lapso transcurrido entre su salida para obedecer la orden del Emperador y su aparición en la misma asamblea de los príncipes, varias personas a voces lo amonestasen a ser valiente y proceder con hombría y6 a no temer a los que pueden matar el cuerpo mas el alma no pueden matar, sino más bien temer a aquel que puede precipitar al infierno tanto el alma como el cuerpo. También:7 “Cuando estuvieres delante de reyes, no os preocupéis por lo que habréis de decir, porque os será dado en aquella hora”. Uno de los presentes exclamó:8 “Bienaventurado el viente que te trajo”. Así terminó este día.  
El próximo día jueves,9 después de las cuatro de la tarde, vino el heraldo a buscar al doctor Martín, y lo condujo a la corte del Emperador. Allí quedó hasta las seis a causa de las ocupaciones de los príncipes, esperando en medio de una gran multitud que se agolpaba debido a la muchedumbre de gente. Cuando la asamblea se había sentado y mientras Martín estaba de pie, el oficial prorrumpió con estas palabras: 

La Majestad Imperial te fijó esta hora, Martín Lutero, puesto que admitiste públicamente que los libros ayer nombrados eran tuyos. Además, en cuanto a la cuestión de que si querías que algo de ellos fuera tenido por írrito o si aprobabas todo lo que publicaste, pediste un plazo para reflexionar que ha expirado ahora, aunque por derecho no hubieras debido solicitar más tiempo para pensar, puesto que con tanta anticipación sabías a qué habías sido citado. Además todos están de acuerdo en que la cuestión de la fe es tan cierta que cuando se le pregunta a cualquiera en alguna oportunidad, puede dar segura y constante razón de ella y más aún a ti, tan grande y tan docto profesor de teología. ¡Adelante, entonces! Responde al requerimiento de Su Majestad, cuya benignidad notaste al pedir un plazo para meditar. ¿Quieres defender todos los libros que reconociste como tuyos o deseas retractarte de algo? 

Estas palabras las pronunció el oficial en latín y alemán, pero de manera más virulenta en latín que en alemán. 
Y el mismo doctor Martín replicón en latín y en alemán, si bien humildemente, sin elevar la voz y con modestia, pero no sin valor ni firmeza cristianos de tal manera que sus adversarios hubieran deseado un modo de hablar y un ánimo más abatidos. Pero con gran ansiedad esperaban una revocación basando cierta expectativa en el hecho de que él había pedido un plazo para meditar. 

DISCURSO DEL DOCTOR MARTÍN LUTERO ANTE EL EMPERADOR Y LOS PRÍNCIPES DE WORMS, EL DÍA JUEVES DESPUÉS DE MISERICORDIAS DOMINI

En el nombre de Jesús
Serenísimo Señor Emperador, Ilustrísimos Príncipes, Clementísimos Señores: a la hora que se me fijó anoche comparezco obediente y suplicando por la misericordia de Dios que Vuestra Serenísima Majestad y Vuestras Ilustrísimas Señorías se dignen escuchar clementes esta causa que es justa y recta tal como yo lo espero y perdonar benignamente si no le hubiera dado a alguien por impericia los títulos que le corresponden o si de alguna manera hubiera pecado contra las costumbres y el ceremonial de la corte, puesto que no soy hombre acostumbrado a ella, sino a las celdas del convento. No puedo declarar sobre mí otra coas sino lo que hasta ahora he enseñado y escrito con simplicidad de corazón, teniendo en vista sólo la gloria de Dios y la sincera instrucción de los fieles cristianos. 
Serenísimo Emperador, Ilustrísimos Príncipes, Vuestra Serenísima Majestad me propuso ayer dos preguntas, a saber si yo reconocía como míos los libros nombrados y editados bajo mi nombre y si quiero perseverar en ellos defendiéndolos o si deseo revocarlos. Di una pronta y clara a la primera y en esto persisto hasta ahora y persistiré eternamente, es decir, estos libros son míos y yo los publiqué bajo mi nombre, a no ser que hubiera sucedido en el ínterin por casualidad o por sagacidad que alguno de mis émulos, ya sea por astucia o por sagacidad importuna, hubiese cambiado algo en ellos o sacado taimadamente una parte, puesto que plenamente no reconozco nada que no pertenezca a mí sólo y no haya escrito por mí mismo con exclusión de toda interpretación sutil de cualquiera. 
Al contestar a la segunda pregunta, ruego que Vuestra Serenísima Majestad y Vuestras Señorías se dignen notar que no todos mis libros son de una misma clase. 
Hay, pues, algunos en los cuales he expuesto la fe religiosa y la moral de manera tan sencilla y evangélica que los mismos adversarios se ven compelidos a admitir que son útiles, inofensivos y claramente dignos de ser leídos por cristianos. Incluso la bula,10 si bien es impetuosa y cruel reconoce que algunos son inocuos, aunque los condene también con un criterio verdaderamente monstruoso. Por lo tanto, si yo empezase a revocarlos, os ruego: ¿qué haría sino condenar como único entre todos los mortales esta verdad que amigos y enemigos por igual confiesan pugnando sólo frente al criterio concorde de todos?
Otra clase de libros la componen aquellos que atacan al papa y a los asuntos de los papistas en cuanto que sus doctrinas y sus pésimos ejemplos han devastando al mundo cristiano mediante un mal que afecta tanto al cuerpo como al espíritu. Nadie puede negarlo o disimularlo, porque la experiencia de todos y las quejas universales atestiguan que por las leyes fueron enredadas, vejadas y torturadas en la forma más horrible, mientras la increíble tiranía devoró los bienes y el patrimonio, sobre todo en esta ínclita nación alemana y aún sigue devorándolos sin cesar hasta el día de hoy por medios indignos, mientras ellos mismos por sus propios decretos (como dist. 9 y 25, g.1 y 2)11 advierten que las leyes y las doctrinas del papa han de tenerse por erróneas y réprobas cuando se oponen al Evangelio y a las sentencias de los Padres. Por consiguiente, si yo revocara también estos libros no habría hecho otra cosa que fortalecer más la tiranía y abrir ya no las ventanas, sino las puertas a tanta impiedad que robaría más amplia y más libremente de lo que se ha atrevido a hacerlo jamás hasta este momento. Y por el testimonio des esta revocación mía, el reino de su maldad y muy licenciosa y del todo impune se hará completamente intolerable para el mísero vulgo y, no obstante, quedaría fortalecido y consolidado, principalmente si divulgasen la noticia de que yo lo hice en virtud de la autoridad de Vuestra Serenísima Majestad y de todo el Imperio Romano. ¡Oh Dios mío, qué tapujo sería yo para la malignidad y tiranía!
El tercer género lo componen los libros que escribí contra algunas personas privadas y (como ellos dicen) distinguidas, es decir, las que se empeñan en defender la tiranía romana y en aniquilar la piedad que yo enseñaba. Confieso que he sido más acerbo de lo que corresponden a mi estado de monje profeso. No quiero tampoco pasar por santo ni estoy disputando sobre mi vida, sino sobre la doctrina de Cristo. No es correcto tampoco que revoque estos escritos porque, debido a semejante retractación, nuevamente podría acontecer que bajo mi patrimonio reinasen la tiranía y la impiedad y se ensañaran contra el pueblo de Dios de una manera más violenta que nunca. 
Sin embargo, como soy hombre y no Dios, no puedo defender mis libritos con otra protección que con aquella que el mismo Señor mío Jesucristo defendió su doctrina. Cuando ante Anás lo interrogaron sobre su doctrina y un criado le dio una bofetada, dijo:12 “Si he hablado mal, testifica en qué está mal”.  Si el mismo Señor que sabía que no podía errar, no obstante, no se negó a escuchar un testimonio contra su doctrina, ni siquiera por el siervo más vil, cuánto más yo, que soy una hez capaz sólo de errar, debo desear y esperar que alguien quiera dar testimonio contra mi doctrina. En consecuencia, Vuestra Serenísima Majestad e Ilustrísimas Señorías, ruego por la misericordia de Dios, que cualquiera en fin, ya sea el más alto o el más bajo, con tal que sea capaz, de testimonio, me convenza de mis errores y los refute por medio de escrituras proféticas y evangélicas. Estaré del todo dispuesto, si me convencen, a renunciar a cualquier error y seré el primero en arrojar mis libros al fuego. 
Creo que por mis declaraciones queda patente que he considerado y examinado bastante los riesgos y peligros como asimismo las pasiones y disensiones que se produjeron en el mundo con ocasión de mi doctrina y de los cuales me amonestaron ayer grave y fuertemente. Pero el aspecto más agradable en estos asuntos lo constituye para mí el ver que surgen pasiones y disensiones a causa de la Palabra de Dios. Es, en efecto, el camino, la oportunidad y el resultado de la Palabra Divina, como Cristo dice:13 “No he venido para traer paz, sino espada. He venido para poner en disensión al hombre contra su padre, etcétera”. Por ello, hemos de pensar cuán maravilloso y terrible es nuestro Dios en sus consejos para que aquello que aplicamos con el objeto de aplacar las pasiones no se transforme por ventura más bien en un diluvio de males intolerables, si empezamos a condenar la Palabra. Y hay que procurar que no resulte infeliz y desafortunado el gobierno de este adolescente óptimo, el Príncipe Carlos (en el cual después de Dios se cifra gran esperanza). Podría ilustrar esta afirmación con abundantes ejemplos tomados de las Escrituras: el faraón, el rey de Babilonia, los reyes de Israel se arruinaron completamente cuando trataban de pacificar y estabilizar sus reinos mediante consejos sapientísimos. Es el mismo Dios que “prende a los sabios en la astucia de ellos”14 y que arranca los montes antes que se den cuenta”.15 Por tanto, es menester temer a Dios. No digo esto porque jefes tan altos necesiten de mi enseñanza y admonición, sino porque no debería sustraerme a la debida obediencia a mi Alemania. Y con estas palabras me encomiendo a Vuestra Majestad Serenísima y a Vuestras Señorías, rogando humildemente que no toleréis que por los celos de mis adversarios sin causa alguna quede aborrecible para vosotros. He dicho. 
Después de este discurso el orador del Imperio dijo en todo de reproche que yo16 no había respondido a la pregunta y que no debía cuestionarse lo que ya anteriormente se había condenado y definido en los concilios. Por ello lo que se me pedía era una respuesta simple, no ambigua,17 si quería revocar o no. 
Entonces yo contesté: 
Como, pues Vuestra Serenísima Majestad y Vuestras Señorías pedís una respuesta simple, la daré de un modo que no sea ni cornuda ni dentada. Si no me convencen mediante testimonios de las Escrituras o por un razonamiento evidente (puesto que no creo al papa ni a los concilios solos, porque consta que han errado frecuentemente y contradicho a sí mismo), quedo sujeto a los pasajes de las Escrituras aducidos por mi y mi conciencia está cautiva de la Palabra de Dios. No puedo ni quiero retractarme de nada, puesto que no es prudente ni recto obrar contra la conciencia.18 

Los príncipes deliberaron sobre este discurso del doctor Martín.19 Después que ellos lo habían examinado, el oficial de Tréveris trató de destruirlo de la siguiente manera: 

Martín, contestaste con más modestia de lo que corresponde a tu persona y además no respondiste a la pregunta propuesta. Hiciste varias distinciones entre tus libros, pero de una manera que todo ello no facilita en nada la investigación. Si te retractases de aquellos en los cuales consta buena parte de tus errores, indudablemente Su Majestad Imperial por clemencia innata no toleraría que se persiguiesen los demás que son buenos. Pero resucitas errores ya condenados por toda la nación alemana y quieres que se te refute por las Escrituras. En eso estás delirando gravemente. ¿Qué objeto tiene suscitar una nueva discusión sobre asuntos ya condenados a través de tantos siglos por la iglesia y el concilio?, a no ser que acaso se deba rendir cuenta a cualquiera de todo asunto. Si alguna vez se impusiera la norma de que cualquiera que contradijese a los concilios y a los pensamientos de la Iglesia debiera ser refutado por pasajes de las Escrituras, no tendríamos nada cierto o determinado en la cristiandad. Y ésta es la causa por la cual Su Majestad Imperial te exige una respuesta simple y clara, ya sea negativa o afirmativa. ¿Quieres defender todos tus libros como católicos? ¿O quieres revocar algo de ellos? 

Sin embargo, el doctor Martín rogó a su Majestad Imperial que no permitiese que fuera compelido a retractarse sin claros argumentos por parte de sus oponentes contra su conciencia cautiva de las Sagradas Escrituras e impedida por ellas. Si se le pidiese una respuesta no ambigua sino simple y franca, no tendría otra que la que ya anteriormente había dado. Si con argumentos suficientes, sus adversarios no librasen su conciencia enredada en aquellos errores, como ellos lo llamaban, no podría salir de las redes en que estaba envuelto. No es de por sí verdad lo que los concilios resolvieron, más bien ellos erraron y a menudo se contradijeron a sí mismos. Por tanto no valía el argumento de sus oponentes. él podría comprobar que los concilios se habían equivocado. No podría revocar lo que las Escrituras expresamente afirmaban. A esta exposición añadió como exclamación: “¡Que Dios me ayude!”
A estas palabras el oficial sólo contestó brevísimamente que no podía comprobarse que un concilio hubiese errado. Martín, en cambio prometió que él podía y quería demostrarlo. Pero como ya la oscuridad había invadido toda la sala de audiencia, cada cual se fue a su casa. Cuando Lutero, el hombre de Dios, se retiró de Su Majestad Imperial y del tribunal, un grupo numeroso de españoles le siguió con mofas y escarnio manifiestos gritando desaforadamente. 
El día viernes después de Misericordias Domini,20 cuando los príncipes electores, duques y demás estados que suelen asistir a las consultaciones se había reunido, el Emperador mandó a la asamblea un escrito autógrafo del siguiente contenido:21 

Nuestros antepasados, que eran también príncipes cristianos, fueron, no obstante, obedientes a la Iglesia romana que ahora impugna el doctor Martín. Y como éste se ha propuesto no ceder ni un ápice en sus errores, no podemos apartarnos con decoro del ejemplo de nuestros mayores y hemos de proteger la antigua fe y prestar ayuda a la Santa Sede. Por ello, perseguiremos a Martín y sus correligionarios con la proscripción y con otros medios cualesquiera para cerrarle el camino. 

Pero como no quería violar la promesa dada y sucripta, procuraría que Lutero regresara seguro al lugar de donde había sido citado. 
Los príncipes electores, los duques y los demás estados del Imperio debatían esta sentencia de Carlos durante toda la tarde del viernes y aun todo el sábado siguiente,22 de manera que el doctor Martín hasta entonces no recibió respuesta alguna por parte de Su Majestad Imperial. 
Mientras tanto lo vieron y lo visitaron muchos príncipes, condes, barones, caballeros, nobles y sacerdotes tanto religiosos como seglares, para no mencionar la multitud de gente común. Éstos sitiaban su residencia continuamente y no podían saciarse verlo. 
Se fijaron dos carteles: uno contra el doctor, el otro parecer a su favor, aunque muchas personas bien informadas opinaban que lo habían hecho sus enemigos a fin de que hubiese motivo para anular el salvoconducto, lo que buscaban afanosamente los legados romanos. 
El lunes después del Jubilate,23 antes de la cena, el arzobispo de Tréveris avisó al doctor Martín que se presentase ante él a la hora sexta del próximo miércoles antes de la comida en un lugar que mientras tanto se determinaría. 
El día de la fiesta de San Jorge24 durante la cena vino un mensajero de la casa del arzobispo de Tréveris por orden de su príncipe, rogando que Lutero se presentase al día siguiente a la hora oportunamente fijada en el alojamiento de sus señor. 
El miércoles después de la festividad de San Jorge25 el doctor Martín obedeciendo la orden entró en la residencia del arzobispo de Tréveris, conducido por un sacerdote de aquél y por el heraldo imperial y seguido por los que lo habían acompañado cuando venía para acá de Sajonia y Turingia como asimismo por algunos muy buenos amigos más. Cuando estaba en presencia del arzobispo de Tréveris, del margrave Joaquín de Brandenburgo, del duque de Jorge de Sajonia, del obispo de Augsburgo,26 del obispo de Brandenburgo,27 del maestre de la orden de los caballeros teutónicos,28 del conde Jorge von Werthem, del doctor Brock de Estrasbusgo y del doctor Peutinger,29 el doctor Vehus, canciller del margave de Baden, empezó a hablar declarando: él (Lutero) no había sido llamado a esta entrevista para entrar en una controversia o disputación, sino que sólo, por caridad cristiana, y por cierta clemencia, los príncipes habían pedido a Su Majestad Imperial el permiso de exhortarlo clemente y fraternalmente. Además aun cuando los concilios hubiesen estatuido cosas diferentes, no obstante, no habían ordenado cosas contrarias entre sí. Aunque hubiesen errado en sumo grado, por ello no quedaría aniquilada su autoridad, a lo menos no hasta el punto de que cualquiera pudiese apoyarse en su propia opinión para oponerse a ellos. Agregó mucho sobre el centurión30 y sobre Zaqueo31 y también sobre las instituciones humanas, las ceremonias, los estatutos, afirmando que todas ellas se habían sancionado para reprimir los vicios de acuerdo con el carácter y las vicisitudes de los tiempos. La iglesia tampoco podría carecer de instituciones humanas. Manifestó también que por los frutos es conocido el árbol32 y que se dice que de las leyes han surgido muchas cosas buenas. San Martín, San Nicolás y muchos otros santos habían participado en concilios. Además aseveró que los libros de Lutero suscitarían inmensas perturbaciones e increíbles tumultos y que el vulgo abusaba del libro La libertad cristiana para librarse del yugo y para fundar su desobediencia; que él estimaba que la situación era harto distinta de la del tiempo cuando los creyentes eran de un corazón y alma.33 Por tanto se necesitaban leyes. Además debía considerarse lo siguiente: Aunque Lutero había escrito muchas cosas buenas e indudablemente de buen espíritu, como La justicia triple y otros, el diablo ya trataba por insidias ocultas que todas sus obras fueran condenadas para siempre. Pues podría suceder que fuese juzgado por sus últimas publicaciones, como el árbol no se conoce por la flor sino por el fruto. Aquí agregó una cita34 referente al demonio que anda al mediodía, a la peste que vaga en las tinieblas y a la saeta que vuela. Todo el discurso tenía carácter exhortatorio y abundaba en giros retóricos comunes acerca de la utilidad y de las ventajas de las leyes y por otra parte, sobres los peligros para la conciencia y el bien público y privado. Tanto al principio como en el medio y en el fin inculcó siempre lo mismo, a saber, que esta admonición se debía a la voluntad propensísima y a una clemencia singular de los príncipes. Al término, en un epílogo añadió amenazas diciendo que, si Lutero perseverase en su propósito, el Emperador procedería contra él desterrándolo del Imperio y condenando sus obras y le advirtió que pensase y meditase en estas cosas y en las demás. 
Respondió el doctor Martín:  

Clementísimos e ilustrísimos príncipes y señores, lo más humildemente que puedo os doy gracias por esta clementísima y benignísima voluntad a que se debe esta admonición. Reconozco, pues, que soy un pobre hombre demasiado vil para ser amonestado por tan grandes príncipes. No he criticado todos los concilios sino sólo el de Constanza y principalmente porque condenó la Palabra de Dios, lo cual queda evidente por este artículo de Juan Hus que allí fue desaprobado: “La Iglesia de Cristo es la universidad de los predestinados”. Esta proposición la condenó el concilio de Constanza y con ella este artículo de fe “Creo en una Santa Iglesia Católica”. Él no rehusaba sacrificar su vida y su sangre, con tal que no fuera compelido a tal punto que se viese obligado a revocar la clara Palabra de Dios. Porque para defenderla, “es menester obedecer a Dios antes que a los hombres”.35 Pero hay dos clases de escándalo, el de la caridad y el de la fe. El escándalo de la caridad concierne a la ética y a la vida: el de la fe o de la doctrina, en cambio, atañe a la Palabra de Dios y no puede evitarse. Por esto mismo no puede garantizarse que Cristo llegue a ser “piedra de tropiezo”.36 Si verdaderamente se predica la fe y los magistrados son buenos, la sola ley será suficiente y las leyes humanas inútiles. Él sabía que se debía obedecer a los magistrados y a las potestades aun cuando viviesen mal e inicuamente. No ignoraba que debía posponerse la propia opinión y así lo había enseñado en sus escritos. Con tal que no fuera constreñido a negar la Palabra de Dios cumpliría obedientísimamente con todo lo demás. 

Se retiró el doctor Martín y los príncipes consultaron entre sí qué debían mandar hacer con este hombre. Cuando Lutero había regresado a la sala, el doctor Baden37 repitió las demandas anteriores amonestándolo que sometiese sus escritos al juicio del Emperador y del Imperio. 
Respondió humilde y modestamente el doctor Martín, que él no permitía ni permitiría que se dijese que él había temido el juicio del Emperador, de los grandes y de los estados del Imperio; que estaba tan lejos de tener miedo al examen de ellos que permitiría que sus obras fuesen aquilatadas de la manera más minuciosa y severa bajo la condición de que esta indagación se hiciera con la autoridad de las Sagradas Escrituras y de la Palabra de Dios. Pero la Palabra divina era para él tan clara que no quería ceder, si no se le enseñase algo mejor mediante ella. San Agustín escribía que había aprendido a dar sólo a los libros llamados canónicos el honor de ser tenidos por verídicos, pero a los demás doctores, por santos y doctos que fuesen, él creía solamente cuando decían la verdad. Con respecto a este punto San Pablo había escrito a los Tesalonicenses:38 “Examinadlo todo; retened lo bueno”, y a los Gálatas:39 “Mas aun cuando un ángel del cielo viniere y predicare otra cosa, sea anatema”. No se le debía creer. Por ello él les imploraba tanto más que no impeliesen su conciencia, que estaba atada por los lazos de la misma Escritura y de la Palabra divina, a negar tan clara Palabra de Dios. Y para que lo considerasen como confiable tanto privadamente como ante la Majestad Imperial, manifestó que en lo demás haría todo con la mayor condescendencia. 
Como hubo dicho estas palabras, el margrave elector de Brandenburgo le preguntó si había manifestado con esto que no cedería, si no fuese convencido por las Sagradas Escrituras. Respondió el doctor Martín: “También, Clementísimo Señor, por razonamientos clarísimos y evidentes”. 
Cuando así se había disuelto la reunión y los demás príncipes se fueron a la corte, el arzobispo de Tréveris llamó al doctor Martín a su comedor. Lo acompañaban el oficial Juan Eck y Cocleo40 y a su Martín, Jerónimo Schurff41 y Nicolás Amsdorf.42 El oficial comenzó a hablar como causídico: que las herejías casi siempre se habían originado de las Escrituras Sagradas, por ejemplo la de Arrio del pasaje “El Padre mayor es que yo”.43 Otra se debía a las palabras del Evangelio: “José no conocía a su mujer hasta que parió a su hijo primogénito”.44 Después llegó a tratar de desvirtuar la proposición de que la Iglesia católica es la universalidad de los santos. Se atrevió también a hacer trigo del joyo y miembros de los excrementos del cuerpo. Cuando hubo pronunciado éstas y parecidas necedades de inmediato lo reprendieron con palabras el doctor Martín y el doctor Jerónimo. Juan Cocleo intervino ruidosamente con él único fin de que desistiese de su propósito y que no enseñase más. Al fin se separaron. Al arzobispo de Tréveris le habría gustado que volviesen después de la comida. Pero el oficial y Cocleo no estaban conformes con ello. 
Después de la comida Cocleo acometió al doctor Martín en su alojamiento con argucias odiosísimas (siendo refutado modestamente por Jerónimo, Jonas45 y Tilonino.46 Cocleo no titubeó en exigir que Lutero renunciase al salvoconducto y disputara públicamente con él y lo exhortó a revocar. Mas el doctor Martín en su increíble benevolencia y bondad trataba benignamente a este hombre y, cuando estaba por irse, lo amonestó para que no cediese demasiado a las pasiones y que adujera la autoridad de la Divina Escritura si quería escribir contra él, puesto que de otro modo no conseguiría nada. 
En la sobretarde el arzobispo de Tréveris avisó al doctor Martín por intermedio de Amsdorf que el Emperador había prolongado el salvoconducto por dos días más para que en el ínterin se pudiera conferenciar con él. Por ello, en el próximo día el doctor Peutinger47 y el doctor de Baden48 lo visitarían para este fin y naturalmente él mismo también quería tratar con Lutero. 
El jueves, día de la fiesta de San Marcos,49 de mañana, Peutinger y Vehus de Baden trataron de persuadir al doctor Martín que simple y absolutamente sometiesen sus libros al juicio del Emperador y del Imperio. Lutero contestó que haría y toleraría todo, con tal que ellos se basaran en la autoridad de las Sagradas Escrituras puesto que él no confiaría en ninguna cosa menor. Dios había manifestado por el Profeta primero:50 “No confiéis en los príncipes ni en hijo de hombre, pues no hay en él salvación”. Además:51 “Maldito el varón que confía en el hombre”. Cuando urgieron con mayor vehemencia, Lutero respondió que no había nada que fuera menos apropiado para ser sometido al juicio de los hombres que la Palabra de Dios. Así se fueron rogándole que pensase en una contestación mejor y comunicándole que regresarían inmediatamente después de la comida. 
Después de comer volvieron y en vano procuraron conseguir lo mismo que antes del mediodía, rogándole que por lo menos sometiese sus obras al juicio de un concilio futuro. Lutero concedió también esto, pero bajo la condición de que le mostrasen los artículos sacados de sus libros que serían sometidos al concilio y que los juzgaran por el testimonio de las Escrituras y de la Palabra de Dios. Mas aquéllos salieron de la casa del doctor Martín y dijeron al arzobispo de Tréveris que él había prometido que sometería al concilio algunos artículos de sus libros y que en el ínterin se callaría con respecto a ellos. Pero el doctor Martín jamás ni siquiera había pensado en esto, porque hasta este momento siempre había rehusado a negar o a desechar algo que concerniera a la Palabra de Dios. 
Por ello, sucedió por obra de Dios que el arzobispo de Tréveris llamara al doctor Martín para escucharlo personalmente. Cuando notó que no era así como los doctores lo habían informado, manifestó que él lo hubiera pagado caro, si no hubiese escuchado también a Lutero, puesto que de otra manera enseguida habría ido a ver al Emperador para comunicarle lo que los doctores habían informado. 
Después de despedir a los testigos, el arzobispo de Tréveris habló clementísimamente con el doctor Martín tanto respecto al juicio del Emperador y del Imperio como referente al juicio del concilio. En esta conversación el doctor Martín, no ocultando nada al arzobispo de Tréveris, manifestó que era muy poco seguro someter un asunto tan importante a los que, aprobando la condenación y la bula del papa, atacándolo con nuevos mandamientos lo habían condenado, mientras que él fue citado bajo salvoconducto. 
Después de admitir también a un amigo de Lutero,52 el arzobispo de Tréveris le preguntó por qué medio podía hacerse frente a esta situación. Éste respondió que no había nada mejor que lo que manifestara Gamaliel en el quinto capítulo de los Hechos,53 según el testimonio de San Lucas: “Si este consejo o esta obra es de los hombres, desvanecerá; mas si es obra de Dios, no la podréis destruir”. Esto podrían escribir al Emperador y a los estados del Imperio, al Pontífice Romano. Él (Lutero) sabía que, si su obra no fuese de Dios, perecería espontáneamente dentro de tres y aun dentro de dos años. 
Cuando dijo el arzobispo de Tréveris qué haría si se extrajesen de sus obras artículos para ser sometidos al concilio, Lutero contestó que aceptaría, con tal que no fuesen aquellos que habían sido condenado por el concilio de Constanza. Replicó el arzobispo de Tréveris que efectivamente temía que fueran esos mismos. A esto contestó Lutero: 
Bajo esta condición no puedo ni quiero callar porque estoy convencido de que por estos decretos se ha condenado la Palabra de Dios y prefiero perder la vida y la cabeza antes que abandonar tan clara Palabra de Dios. 
Como el arzobispo de Tréveris se dio cuenta de que el doctor Martín de ninguna manera sometería la Palabra de Dios al juicio de los hombres, lo despidió con clemencia. Cuando Lutero le preguntó si quería procurarle de la Majestad Imperial el clemente permiso para partir, aquel contestó que se ocuparía en debida forma de este asunto y que se lo anunciaría. 
Poco después el oficial de Tréveris,54 en presencia del canciller de Austria55 y de Maximiliano, secretario del Emperador,56 en la posada de Lutero le comunicó por orden del Emperador lo siguiente: como Lutero, tantas veces amonestado por el Emperador, los electores, los príncipes y los estados del Imperio, no había querido volver al corazón y la unidad de la fe católica, sólo restaba que el Emperador procediera en su calidad de defensor de esta fe. Por ello el Emperador mandaba que dentro de veintiún días desde esa fecha regresase seguro a su domicilio, bajo salvoconducto y con garantía de la libertad, pero que no conmoviera al pueblo con sermones o escritos en el viaje. 
El cristianísimo padre con toda modestia contestó: 
Como a Dios le plugo, así sucedió. Bendito sea el nombre del Señor.57 Ante todo muy humildemente doy las gracias a la Serenísima Majestad Imperial, a los príncipes electores, a los príncipes y demás estados del Imperio por la audiencia tan benigna y clemente, como asimismo por el salvoconducto que se ha observado y se observará. En todo este asunto he deseado sólo una reforma conforme a las Sagradas Escrituras y en ella he insistido con toda urgencia. En lo demás toleraré todo por parte de la Majestad Imperial y del Imperio: vida y muerte, fama e infamia. No me reservo absolutamente nada para mí, sino el solo derecho de confesar y testimoniar libremente la Palabra del Señor. Con toda humildad me encomiendo y me someto a la Majestad Imperial y a todo el Imperio. 
Por ello, al día siguiente, o sea viernes después de Jubilate, el 26 de abril, saludó a sus protectores y amigos que frecuentemente lo habían visitado, tomó un desayuno y a las diez partió de Worms acompañado por los que lo habían escoltado en su viaje de ida y además por Jerónimo Schuff, jurisconsulto de Wittemberg. Gaspar Sturm, el heraldo, le siguió algunas horas más tarde y lo encontró cuando había salido de Oppenheim acompañándolo en adelante por orden verbal del Emperador Carlos.
¡Que Dios preserve por muchísimo tiempo para la iglesia y a la vez para la Palabra al muy pío hombre nacido para defender y enseñar el Evangelio! Amén.  

Tomado de Lecturas Universitarias 15, ANTOLOGÍA DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN. TEXTOS DE HISTORIA UNIVERSAL, Universidad Nacional Autónoma de México, Número 15, México, Dirección General de Publicaciones, 1972, pp. 147-159. 
NOTAS
* Martín Lutero, op. cit
1 16 de abril de 1521.
2 Caballeros de San Juan. 
3 17 de abril. 
4 Profesos de derecho canónico en la Universidad de Wittemberg y abogado de Lutero. 
5 Mt. 10:33
6 Mt. 10:28
7 Lc. 12;11-12
8 Lc. 11;27
9 18 de abril de 1521.
10 Bula Exsurge Domine del 15 de junio de 1520.
11 Referencia al derecho canónico. 
12 Jn. 18:23
13 Mt. 10:34 y ss.
14 Job 15:13
15 Job 9:5
16 Nótese que el relato pasa de la tercera persona del singular a la primera. 
17 Lat. cornutum responsum, contestación ambigua. Compárese Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, bajo armento cornuto. 
18 Ich kan nicht anderst, hie stehe ich, Got helff mir Amen. (“No puedo proceder de otra manera, aquí estoy, ¡que Dios me ayude! Amén”.) Oración alemana dentro del texto latino según la edición de Wittemberg, base del texto de la edición de Weimar. La autenticidad de la sentencia es discutida. Según otras publicaciones, Lutero dijo solamente: Deus adiuvet me. (Que Dios me ayude.)
19 Nótese el paso a la tercera persona. 
20 19 de abril de 1521.
21 Declaración de Carlos V, escrita en francés; publicada en Deutsche Reigstagsakten, Kaiser Karl V, pág. 594 y ss
22 El 20 de abril de 1521. 
23 22 de abril. 
24 23 de abril. 
25 24 de abril. 
26 Cristóbal von Stadion. 
27 Jerónimo Scultetus. 
28 Teuderico von Cleen. 
29 De Augsburgo. 
30 Mt. 8:8 y ss
31 Lc. 19:6 y ss.
32 Mt. 12:33. 
33 Hch. 4:32.
34 Sal. 91:5 y ss.
35 Hch. 5:29.
36 Cf. Lc. 2:34; Is. 8:14-15; Ro. 9:32 y 1 P. 2:8.
37 Vehus.
38 1 Ts. 5:21.
39 Ga. 1:8.
40 Deán de Francfort y del Meno. 
41 Véase nota 4. 
42 Canónigo de Wittemberg y profesor de la universidad. 
43 Jn. 14:28.
44 Mt. 1:25.
45 Justo Jonas, profesor de derecho en Wittemberg. 
46 Tileman Conradi de Gotinga. 
47 De Augsburgo. 
48 Vehus
49 25 de abril. 
50 Sal 146:3.
51 Jer. 17:15.
52 Jorge Spalatino.
53 Hch. 5:38 y ss
54 Juan Eck. 
55 Juan Schnaidpeck. 
56 Maximiliano von Zevenberghen. 

57 Job. 1:21.